Impertinente consejo a Humala en torno al indulto de Fujimori
César Hildebrandt
Pensaba escribir sobre el tema del indulto a Fujimori desde la perspectiva habitual de esta revista. Es decir, diciendo un NO sencillo a cualquier posibilidad de perdón. Pero creo que ha llegado la hora de matizar. Ese es el dictado intrínseco de esta columna.
Todos saben qué pensé y qué pienso de Fujimori. Para mí fue lo peor que pudo pasarle a la democracia peruana. Fue la encarnación de todo lo que siempre odié: el cinismo, el abuso, el asesinato de la buena fe, la corrupción como una de las bellas artes, el crimen como opción abierta.
Lo combatí antes de que fuera presidente y hasta junio de 1991, cuando ordenó el cierre de mi programa a los pobres diablos que dirigían América TV y se me cerraron todas -absolutamente todas- las puertas. Fui quien, en setiembre de 1991, en Lima, entrevistado por la agencia EFE, anunció el golpe que se venía y que se produjo en abril de 1992.
Me fui a España a ganarme la vida y cuando regresé, en 1996, lo volví a combatir con toda la furia de la que soy capaz. Muchos quizás recuerden aquel video grabado en el SIN donde Genaro Delgado Parker negocia mi cabeza para sacarme del canal donde en esos momentos trabajaba. Fundé el diario «Liberación», cuya colección muchos guardan con especial respeto, para seguir en la pelea.
Y ganamos la pelea. Todos aquellos a quienes la náusea había reunido terminamos ganando la pelea.
Fujimori fugó como el cobarde que fue siempre y renunció a la presidencia a través de un fax enviado desde Tokio.
Nos dejó un país moralmente podrido, Una constitución al servicio de Cecilia Blume y los suyos y un futuro harto complicado. Y más tarde se vinculó a lo peor de la política japonesa, quiso ser senador japonés (lo rechazaron electoralmente) y fingió casarse con una buscona próxima a una de las mafias arraigadas en la política nipona.
Convencido por Carlos Raffo y una corte babosa de alucinados, quiso volver al Perú en olor de multitud. Para terminar de sondear las mareas pretendió instalarse en Chile el 2005. Su plan era pierolista: armar desde ese país un retorno tumultuoso que lo convirtiera en figura pública reivindicada «por el veredicto del pueblo» y candidatear y ganar en las eleciones del 2006.
Lo que pasó es que Chile lo detuvo y lo extraditó, a petición peruana, en el 2007.
La epopeya le había sido negada. El ridículo lo seguía persiguiendo. El ridículo se le había aproximado desde aquel día en que, con los ojos desorbitados, acompañado de una turba de hampones uniformados y de un edecán suyo disfrazado de fiscal, buscó los videos que lo comprometían en los escondrijos de su socio y secuaz Vladimiro Montesinos. Hasta que los encontró en la casa de Trinidad Becerra y separó los que lo incriminaban. Con ellos, y con 40 maletas, llenó el avión presidencial rumbo a la cita de Brunéi, desde donde desviaría la ruta hacia Tokio.
Liberar a un mafioso arrogante puede ser el peor de los mensajes. Desencerrar a un arrepentido devorado por sus malestares podría tener mucho de grandeza.
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