¿Creen que siempre controlarán todo?
César Hildebrandt
Ni con la peste nos ponemos de acuerdo.
Ni con la muerte rondando dejamos de ser lo que, en el fondo, siempre hemos sido. Una nación en trance de ser, un país inconcluso, una identidad que no se terminó de forjar
La conquista nos cogió en plena guerra civil y eso facilitó que el cainita Atahualpa fuera ejecutado por aquel vistoso analfabeto. La mitad del ejército imperial estaba vencido y desarmado tras la ejecución de Huáscar, sus generales y su familia. Medio Perú fue el que se rindió ridículamente en Cajamarca.
La independencia nos dividió de tal manera que hubo batallas en las que se enfrentaron hermanos y hasta padres e hijos. La república aguardentosa a la que nos condujeron un argentino y un venezolano no surgió del consenso sino de la imposición del entorno regional. Si Ipsos hubiese existido en esa época, es probable que el 40% de los encuestados hubiese votado por la monarquía que San Martín imaginó para este país atípico.
La abolición de la esclavitud se dio en plena contienda militar entre Castilla y Echenique y tuvo como trasfondo el uso de los manumitidos en ese enésimo enfrentamiento, y la fecal prosperidad del guano no sirvió para edificar un país institucionalizado sino para corromper aún más la gestión pública en beneficio de las clases dominantes.
No tuvimos un fundador de naciones. Nos faltó un Juárez, nos sobraron los parásitos, los soldaditos de plomo, los terratenientes venidos de las encomiendas y el asalto a las arcas del Estado.
Nunca supimos –allí está la historia- qué hacer con el Perú, cómo organizarlo. Nunca descubrimos el ideal que hubiese podido embarcarnos a todos, el sueño común que alcanzara a todos, la meta que a todos concerniese. Y no produjimos al hombre virtuoso que diera el ejemplo y trazara el camino. Quien no lo admita es que no ha leído ni siquiera a Basadre.
Algunos dirán que omito a Manuel Pardo. Pero la pregunta que me he hecho a lo largo de estos años es ésta: ¿Puede Pardo ser considerado la gran ocasión fallida cuando su herencia fue la falsa república aristocrática que negó a la mitad del Perú? Pardo es un cuento derechista y su secuela fue la que fortaleció la estructura inviable de este país troceado y sin armar.
Muerto Pardo por la bala del sargento Melchor Montoya, vino la guerra que todos esperaban.
Era nuestra gran oportunidad para galvanizarnos. ¿Qué cosa mejor que un puño para enfrentar al enemigo voraz que venía a exterminarnos? Pero no fuimos un puño sino miles de manos que clamaban por cosas distintas y que acompañaban a las miles de voces que entonaban todas las tonadas, excepto la del himno nacional. Voces avariciosas que se negaban a dar aportes excepcionales para sostener el costo de la guerra, vocecitas temerosas y desertoras, voces roncas que hablaban de la inutilidad de la resistencia.
A la voz quebrada del traidor Mariano Ignacio Prado se sumó el ruido levantisco del payaso Piérola. Y este amigo de los hermanos Dreyfus fue el que negó recursos al ejército del sur para evitar que Lizardo Montero, su enemigo personal, pudiese convertirse en figura pública y amenazar su posición de general en jefe de opereta.
No nos unió la guerra. No nos unió la desdicha de la derrota. No nos unió ni siquiera el dolor de la mutilación territorial. Un traidor firmó el Tratado de Ancón y fue el único héroe de la resistencia, Cáceres, quien tuvo que derrocarlo a balazo limpio. Sí: tuvimos nuestra pequeña guerra después de la gran guerra perdida. El drama se completó cuando Cáceres hizo el gobierno que los traidores esperaban y que el statuo quo pudo haber firmado.
Nada nos une porque nunca hemos querido saber qué fuimos, qué somos, qué podríamos ser. Nada nos une porque hemos vivido dos siglos mendazmente republicanos secuestrados por los mismos de siempre.
Son los que odian la idea de un país integrado. Los que han hecho del egoísmo una bandera. Los que creen que la miseria y el hambre son el destino inexorable de millones de peruanos.
Son los que llaman populismo a cualquier propuesta que resienta la esfera de lo privado. Los que reniegan del Estado controlista pero se prestan dinero de él cada vez que pueden. Los que hablan de limpieza cuando se aliaron a Odebrecht. Los que amañan licitaciones y después critican las “excesivas regulaciones de la burocracia”. Los que bombardean a Vizcarra porque habló de la remota posibilidad de someter a expropiación a las clínicas de cuervos y megafacturas.
¿No se han enterado caballeros que su discurso fatiga, que sus posees ya no intimidan, que su matonería es reconocible a la legua?
¿Creen que siempre controlarán todo?
¿Están seguros de que el Perú mineralizado que juraron conservar no aspira a un cambio?
¿Y cómo quieren que sea ese cambio?
Porque ese cambio puede ser transaccional y pacífico, si ustedes bajan las armas y mordazas, o violento y caótico, si ustedes siguen creyendo que el país es su hacienda y que lo que escriben sus sirvientes es verdad bíblica, profecía de oráculo.
Elijan ustedes. Porque de lo que no dudo –y no soy el único- es de que el Perú aspira a otro libreto. Doscientos años de tenerlos como amos, señores, son demasiados años. Estas aguas estancadas apestan. Y la Constitución de 1993 es el contrato social que un extranjero corrompido creyó poder eternizar.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N° 495, 26/06/2020 p09