Perú: Fascismo importado, violencia nuestra
Juan Manuel Robles
Uno ve las manifestaciones de la derecha enfurecida, el espectáculo asombroso de peruanitos en fila india llevando la bandera imperial de la cruz de Borgoña, hispanistas muy rabiosos y muy mestizos —como somos aquí—, y quedan dos posibilidades: reírse a carcajadas o preocuparse un poco. Uno se ríe, claro, porque la parafernalia y el disfraz a veces son señal de debilidad: la derecha tuvo todo el poder, un poder orgánico y aplastante, tan grande que nadie lo cuestionó: su doctrina fue sentido común y ley natural. Ahora ya no tienen ese poder. Ahora en verdad se sienten bajo amenaza. Actúan así porque saben que la derrota de Keiko es también un giro a la izquierda; por eso van a la tienda de disfraces, recortan de aquí, roban de allí, y juegan con emblemas, levantan el bracito como nazis, sostienen antorchas de supremacistas blancos compradas en Amazon, y hacen, básicamente, el ridículo. Pero uno también se preocupa, porque existe otra posibilidad: que esas voces sean el comienzo de algo, algo muy feo. A veces la historia toca la puerta con un traje ridículo, y uno solo sonríe. También daban risa los muchachitos momios que salían a marchar con winchakus para hostilizar al proceso de Salvador Allende. ¿Quién podía tomarlos en serio? Se veían muy monos los seguidores de Trump y su chacota de borracho pesado en cantina, con sus gorritas y sus panzas cheleras. Pero claro, nunca son ellos el problema: lo que a veces pasa es que esos individuos son solo síntoma de una irrupción terrible que está próxima a llegar.
Entonces vuelvo a detenerme en la bandera de las aspas rojas. ¿Dónde hemos visto eso antes? Nada menos que en las manifestaciones de Vox, el partido ultraderechista de España. Allá, la bandera es una reivindicación del poder del imperio español, bastante desubicada, por cierto: defensores del liberalismo económico blanden un símbolo que evoca el tormento de San Andrés amarrado a una cruz en forma de equis, la bandera usada por la élite militar defensora de la monarquía. Por estas tierras se vio durante el virreinato, por eso los hispanistas locales, o sea, los que creen que somos españoles —así, en primera persona— y que civilizamos a los indios —esas manchitas que se van diluyendo en nuestro árbol genealógico, para bien—, se derriten al recordar ese pasado glorioso, blanco y cristiano. Como diría Vargas Llosa: qué bueno que vinieron —vinimos— los españoles para no terminar comiéndonos entre nosotros. Entre ustedes.
Pero no es el hispanismo lo que está detrás de esas banderas. La presencia se inspira en Vox, y su influencia por estos lares es parte del trabajo de una red internacional llamada Atlas, cuyo objetivo es apoyar cualquier expresión que pueda detener la “amenaza del socialismo” en el mundo. Esta red actúa como grupo de presión, cuenta con quinientas organizaciones en un centenar de países en el mundo. Se supone que apoyan la propagación de discursos ideológicos afines al neoliberalismo, cosa que no estaría mal. El problema es que para lograrlo han ido perdiendo pudor, y se asocian con lo peor de la derecha: macartistas, negacionistas de los crímenes de las dictaduras de derecha, del cambio climático, militantes anti cuarentena covid-19. Y sus campañas, promovidas por think-tanks, a veces recuerden más a los tanques del Plan Cóndor (que varios de sus asociados celebran).
Tremenda red. Allí va José Antonio Kast, un chileno que reivindica el golpe de Augusto Pinochet (Kast fue portavoz juvenil del Sí durante el plebiscito del 89) y justifica las muertes y mutilaciones a los manifestantes de las recientes protestas. Ahí va Alejandro Chafuen, conocido por su apoyo al dictador Jorge Videla de Argentina. Chafuen la tiene clara: hay que humillar a la izquierda públicamente, con insultos y agresiones. El mayor seguidor de esta máxima es el economista argentino Javier Milei. La receta: gritar y decir malas palabras, atarantar, provocar sonrojos en las entrevistadoras. Es el mismo modelo que se va replicando en estas tierras en jóvenes retoños que salen a decirles “repugnante”, “gentuza”, “parásitos”, “gente de mierda” a representantes de la izquierda. No se sorprendan de que alguno de ellos se vaya de gira pronto, esponsoreado por la red. ¿No son brillantes? No importa. La red puede ayudar en el entrenamiento. Plata no les falta.
Además, la red Atlas tiene medios aliados, que básicamente propagan sus toneladas de fake news. Esto es posible gracias a la tecnología que le permiten sus enormes recursos: redes sociales, usuarios anónimos, bots (como bien ha probado el activista Julián Macías). También tienen medios dispuestos a defender todas las causas “anticomunistas”, esparciendo bulos: después de las elecciones peruanas, en España “La Gaceta” habló del “gran fraude chavista”, “Mediterráneo digital” de las “elecciones manchadas de comunismo en Perú” y EsRadio de “fraude en Perú por los comunistas”. La red da espacio y presta plataforma a todo aquel que parezca tener fuerza suficiente para enfrentar a las izquierdas. Uno de sus aliados más insignes es, por supuesto, Mario Vargas Llosa y su Fundación para la libertad. La rapidez con la que Keiko Fujimori fue reclutada para integrar sus foros —la “reconciliación”— responde a esa lógica macartista de acción rápida.
Las banderas imperiales, la parafernalia fascista, provienen de esas influencias, de esa cruzada global que presta ayuda para aplastar al “comunismo”. Y por supuesto, uno deja de reírse, a pesar de lo patético de los disfraces. Porque el sancochado viene de afuera, pero rima con viejos odios locales. La semana pasada, un nuevo grupo apareció ondeando banderas con la cruz de Borgoña y cantando: “Ya llegamos terruquitos / a barrerlos, a joderlos / terruquitos no se escondan/ quiero verlos en la fosa / de sus tripas saco sebo/ y se lo doy a mi perro”. Terruquitos, por supuesto, son los seguidores del presidente electo Pedro Castillo. Así escala esta historia triste: el discurso ultraderechista, lleno de mentiras, encuentra caldo de cultivo en las violencias de siempre: el racismo aniquilador. No es un aprendizaje ideológico, es terapia de liberación para quienes siempre quisieron abusar y aplastar desde el privilegio y el poder. La influencia despierta fantasmas que estaban dormidos. Entonces uno siente algo parecido al miedo. Porque en el Perú esto no es poca cosa. Aquí tuvimos un conflicto armado en el que el nivel de brutalidad, de sangre, no se explica por razones meramente militares o de estrategia. Un montón de peruanos mataron con gusto y persistencia. Matamos por matar. Contribuir a la ficción de que esos mismos “dos bandos” son los que se enfrentaron en estas elecciones es peligroso y francamente miserable.
Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°546, del 02/07/2021 p14
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