El futuro de las pandemias

Daniel Espinosa

Un clavo más en el ataúd de las soberanías nacionales y en esto que –mal que bien– llamamos democracia: la Organización Mundial de la Salud (OMS) está redactando un tratado que, ante una futura pandemia, le permitirá dirigir la respuesta sanitaria de los 193 Estados miembros de Naciones Unidas.

Dentro de un par de años, a lo sumo, la globalizante OMS, dominada por el “filantrocapitalismo” al estilo Bill Gates, pasará de sugerir o promover políticas sanitarias a dictarlas. Celebran Pfizer, Moderna y otros flamantes productores de inoculaciones exprés. Para ellos –que ahora sacan sus “vacunas” en seis meses–, el pánico masivo producido por los medios de comunicación y las autoridades equivale a miles de millones de dólares en publicidad gratuita.

El acuerdo de la OMS, que se irá puliendo durante el año 2023, incluirá mecanismos para forzar a las naciones cuyos gobiernos se muestren dubitativos o rebeldes, como sanciones económicas y repudios internacionales. En los hechos, la reciente respuesta global al Covid-19 vino diseñada y sugerida por la mencionada organización sanitaria, pero este tratado oficializará su rol, haciendo sus medidas forzosas e inescapables. No llegarán solas, sino que vendrán envueltas en su propia tecnocracia.

Con ellas terminarán de instalarse, qué duda cabe, las tecnologías que los barones del filantrocapitalismo anhelan: pasaportes biométricos, seguimiento del ciudadano a través de su teléfono inteligente, más distanciamiento social y, por fin, un gran sistema de identificación digital global y unificado. También llegarán las cámaras térmicas y las que identifican rostros y hasta gestos faciales. La distopía que pronosticamos por precaución también prevé drones de vigilancia circulando a nuestro alrededor con normalidad, cuarentenas continuas y arbitrarias, y la virtual abolición de los derechos individuales en virtud de un “bien común” en constante emergencia. En fin, tecnofascismo desatado.

La cosa terminaría de tomar forma con la llegada de una banca totalmente digitalizada. Entonces, cualquier desacato de una medida de emergencia o cualquier muestra de disidencia en redes sociales podría traducirse automáticamente en limitaciones a la forma como puede usar su dinero digital. De pronto, su capacidad para comprar en tal o cual lugar, o adquirir pasajes de bus o avión de tal o cual proveedor, podría verse limitada en base a su conducta social.

El tratado pandémico en ciernes marca un avance de la globalización neoliberal y tiene a sus principales promotores en lugares como la Fundación Gates y el Foro Económico Mundial de Davos, cuya cabeza –Klaus Schwab– viene profetizando una “Cuarta Revolución Industrial”. Sus miembros son dueños de muchas de las tecnologías mencionadas en los párrafos anteriores. Pero ¿qué hay detrás de su filantropía ensombrecida por conflictos de interés?; y el futuro que están produciendo ¿no se verá como se ve hoy Shanghái?

LA MASCARILLA ERA PARA SIEMPRE

Los teóricos de la conspiración –que tanto acertaron durante la pandemia– también advirtieron esto: las medidas implementadas no serían temporales. La mascarilla, por ejemplo, quedó. En el Perú ya no es obligatoria en las calles y lugares abiertos, pero una notoria mayoría la sigue usando. Su carácter simbólico se impone sobre todo hecho práctico. Los estudios sobre su supuesta eficacia siguen ausentes. Nunca existieron o son notoriamente débiles. Los más convincentes son los que sostienen que la mascarilla, sobre todo al aire libre, resulta superflua: un gesto intrascendente.

Sabemos, además, que el uso generalizado de mascarillas le allanó el camino a lo que ya es la “nueva normalidad” en escuelas y centros educativos: niños y adolescentes –virtualmente fuera de peligro cuando se trata de Covid-19– enmascarados en clase, todo el tiempo. Niños y adolescentes sin rostro relacionándose con maestros y compañeros sin rostro, preguntándose quiénes estarán vacunados. El otro señalizado como riesgo de contagio y peligro latente.

El “pase Covid” tampoco se fue. La gente se inoculó en masa, como se solicitó, superando las cifras de 70 % de participación que alguna vez se plantearon con sensatez, siguiendo el consenso científico que había regido hasta 2020. Los no vacunados se enfermaron y desarrollaron inmunidad natural. A pesar de que detener el contagio nunca estuvo entre las “bondades” de las inyecciones de ARN-mensajero, la sociedad fingió que el “pase Covid” tenía una utilidad práctica. Es decir, participamos de buena gana en una puesta en escena en la que mostrar una identificación personal equivalía a limitar los contagios, cuando sabíamos que solo era un mecanismo (otro más) de presión económica y social.

Luego llegó la cepa ómicron y “vacunó” al mundo. En noviembre de 2021, los científicos descubrieron esta nueva variante en Sudáfrica y rápidamente entendieron sus características: se expandía a gran velocidad, producía una enfermedad suave y confería una protección sólida contra las otras variantes. Esta inmunidad natural ya ha comprobado ser mejor que la producida por la inoculación de ARN, pero ese factor no ha entrado en los cálculos de unas instituciones nacionales y supranacionales sujetas al principio del lucro farmacéutico.

En el universo neoliberal, entre dos soluciones a los problemas sanitarios de la humanidad, lo que sea que convenga a Pfizer tiene preferencia. Se habló sin parar de solidaridad y colaboración, pero no se logró poner en vereda a las grandes farmacéuticas para que, por primera vez en la historia, la conveniencia privada no gobernara sobre todo lo demás. La victoria del egoísmo era por entero previsible: antes de llegar a este nuevo estadio de la “gobernanza” internacional no democrática, las grandes corporaciones ya habían logrado capturar a los gobiernos nacionales de las potencias dominantes, las únicas que podrían haber puesto coto al lucro privado en pandemia.

LO APRENDIDO

Si algo pudimos aprender de lo que comenzó en marzo de 2020 y aún no termina del todo, es que esto que entendemos como “la ciencia” se subordina de manera natural al billete (como todo): los científicos al servicio de la gran corporación representan las únicas voces autorizadas; ellos firman los estudios oficiales, aparecen en los noticieros y hablan a través de la radio, mientras la larga mano del establishment censura YouTube y Twitter, silenciando cualquier voz disidente.

Como pudimos apreciar desde el inicio de la pandemia de coronavirus, no importan la calidad, el profesionalismo o la reputación de esos disidentes. El sistema de censura y embarre puede con cualquier reputación, hasta la de un premio Nobel.

Si de algo podemos estar seguros es de que las burocracias nacionales abrazarán una narrativa simplificada y potente: la del miedo irracional –“el que se contagia, muere”– y la solución única (un mismo remedio para todos, sin excepción, como ganado).

Una vez instalada esta forma de encuadrar la emergencia, la ciencia, en constante renovación, empieza a resultar molesta. Ya no les interesa saber nada más: ¿la miocarditis, entre otros efectos secundarios producidos por inoculación, ocurre con más frecuencia de lo calculado? ¡Lástima! ¿La variante ómicron fue más eficiente “vacunando” contra la Covid que las mismísimas inyecciones de ARN mensajero? ¡Tonterías! ¿El constante uso de “boosters” (refuerzos) podría agotar o degradar nuestros sistemas inmunes? ¡Vacúnese y no jorobe!

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°587, del 20/05/2022  p15

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