Perú: Lucha popular censurada
Juan Manuel Robles
Hace años, cuando escribí mi novela Nuevos juguetes de la guerra fría, incluí hacia el final el símbolo del MRTA, la V hecha con fusil y una porra con el rostro de Túpac Amaru. Era una parte del descubrimiento en la trama y podía quedar enunciada simplemente, pero yo quería que el emblema esté allí, impreso como un sello, así que hice yo mismo la gráfica jpg. Cuando salió la novela, no fueron pocos los lectores que me dijeron que se habían visto en apuros porque abrieron esa página mientras estaban en un lugar público. De pronto, aparecía nítido un “símbolo terrorista”. Miraron a los lados, pasaron rápido las hojas, cerraron el libro.
Y si bien puse aquel emblema consciente de que buscaba el juego de hacer explícito lo que en el Perú se ha vuelto innombrable —de hecho, el protagonista había borrado esa imagen de su memoria—, no pensé que bien entrada la década del 2010 persistiera un temor, y menos una posibilidad real de que una tontería así te meta en líos.
Hoy sé que lo que puede pasarte en estos casos no está determinado por las características objetivas del mensaje, sino por tu condición social y tu ubicación geográfica en el Perú ancho y ajeno; también, claro, por las ganas del policía de hacerte la vida imposible y lo conveniente que sea eso en favor del poder de turno.
Lo recordé cuando, hace unos días, vi una pinta que acaba de salir en una calle de Santiago de Chile, en solidaridad con el estallido social peruano. “Viva la lucha popular del Perú”, se lee. El mensaje es simple y claro, pero no pude evitar pensar que si alguien pusiera eso en nuestro país, sería detenido inmediatamente. Y si fuera en el sur, le esperarían meses de cárcel. O años.
Es tiempo de revisar la política de censura de los mensajes y símbolos que capturaron Sendero Luminoso y el MRTA (que nunca fueron suyos y deben retornar, como palabra disponible, al lenguaje de la sociedad). Esa censura, respaldada por la Ley de apología, tuvo sentido durante el conflicto armado. Hoy no solo es inservible para perseguir el crimen sino que es un instrumento feroz para oficializar la discriminación entre peruanos, y la proscripción a dedo de organizaciones sociales.
Porque no importa tanto lo que digan unas pintas o volantes. Si eres manifestante de una izquierda organizada, hay muchas posibilidades de que tu mensaje contestatario sea interpretado como pro subversivo. Si además eres de Ayacucho y haces activismo político, es probable, por pura estadística, que hayas coincidido en alguna reunión con algún exsubversivo, o excarcelado, o miembro de Movadef (que no es un grupo terrorista, por cierto). La supuesta red, con dibujos en los cuadernos, se completa en la mente de la policía. El mensaje en tu posesión se vuelve evidencia criminal que completa el círculo.
Curiosamente, para cometer apología no es necesario hablar en favor del asesinato o el exterminio. De hecho, los grupos radicales de izquierda en el Perú hace décadas que no hablan del uso de las armas, o la eliminación de los enemigos de clase o de los militares. Lo que la policía evalúa es una suerte de estética de izquierda radical (casi un diseño y un estilo de tipografías). Un sancochado de emblemas y de publicaciones ochenteras, cosas que se ven “senderoides”. “Rojo es símbolo de violencia”, declaró esta semana un oficial señalando una evidencia incautada, sin ningún rubor.
Curiosamente, en estas semanas, en que hemos visto esa censura en todo su esplendor para terruquear y detener personas, vimos también aflorar mensajes explícitos de muerte y odio. Jorge Lazarte, el lobista que organizó una colecta para la Policía, dijo en la radio que “los muertos están bien muertos”, saludando que se mate personas en la contención de las manifestaciones. En la misma semana, un estudiante de ingeniería de una universidad privada pasó entre un cordón policial y una campesina que arengaba contra los uniformados. “Métele bala”, le dijo a un oficial, riéndose.
Una cosa tiene que ver con la otra, por supuesto. Por un lado, con ayuda de la Dircote y sus descifradores de jeroglíficos sediciosos te quito tu derecho a protestar y a existir como actor político legítimo del Perú, y por el otro reafirmo mi derecho a decir, yo sí en voz alta, que está bien que te maten, o que “mi policía” puede dispararte si te pones liso. “Dejemos de tenerle miedo a la palabra muerte”, dijo Lazarte, envalentonado.
Pues yo creo que no tiene sentido este doble estándar. No tiene sentido que alguien pueda ir preso por decir “viva la lucha popular”, pero si un sujeto promueve que la policía “meta bala” no le pasa nada. Y si en eso se ha convertido la aplicación de la Ley de apología, pues es más saludable para todos que sea derogada, o modificada para limitarse a penar menciones explícitas (con penas razonables, es absurdo ir ocho años a la cárcel por apoyar a un líder subversivo, como acaba de pasar).
La ley de apología se usa hace buen tiempo para controlar los brotes ideológicos del pueblo, que son un derecho (satanizar la palabra ideología: otra victoria de los censores). Y se hace con mucha mayor impunidad y violencia en el interior del país. Constituye un atentado contra la libertad política. Estigmatiza a cientos de activistas, los ficha y les arma prontuario. Los deja con “conexiones”. Se los debilita ante el discurso de odio y las arengas de muerte, que no tienen ninguna sanción.
No fue para eso que le ganamos la guerra a Sendero Luminoso. No fue para eso que aceptamos la proscripción de sus símbolos y lemas.
Lo hicimos para dar un mensaje contundente contra la violencia y el asesinato como forma de hacer política. Es claro que a estas alturas ese mensaje ha envejecido mal, y es hipócrita. En medio de un clamor constituyente que nos hará repensar tantas cosas, ojalá nos sentemos a reflexionar qué tanto bien nos hace mantener una ley así —que nos hace temer como niños, por encontrarnos con ciertos emblemas en las manos—, cuando hay formas de apología del odio más vigentes y peligrosas.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 621 año 13, del 03/02/2023, p12