Genocida impune

Daniel Espinosa

Henry Kissinger cumplió un siglo el último sábado. A pesar de su avanzadísima edad, el estratega aún sigue participando de reuniones como la de Bilderberg (mayo de 2023), donde la crema y nata de Europa y Norteamérica planifica el futuro de la humanidad sin consultarle –o caer en algún otro tipo de “dogmatismo democrático”–. Kissinger, convertido hoy en una suerte de oráculo geopolítico para las élites occidentales, también debe tener admiradores por la impunidad con la que, durante la década del 70 del siglo XX, planificó o facilitó la destrucción de sociedades enteras.

La influencia de Kissinger en la política mundial fue tal que, a 2023, aún se siguen destapando los detalles y la profundidad de algunos de sus crímenes. Para celebrar su centenario, por ejemplo, el “National Security Archive” de la Universidad George Washington ha publicado documentos frescos sobre sus aventuras, casi siempre en naciones tercermundistas como Laos, Vietnam, Indonesia o Chile (a pesar de que el mismo estratega asegurara en cierta ocasión que “el Sur no tiene importancia”).

También con motivo del aniversario, el medio “The Intercept” reportó sobre nuevos testimonios de la destrucción y muerte que Kissinger supervisó en Camboya, donde aún hay mucho por reportar. Ahí, entre 1964 y 1973, Estados Unidos arrojó más toneladas de bombas que las empleadas por los aliados durante toda la Segunda Guerra Mundial, incluyendo Hiroshima y Nagasaki. La intención expresa del gobierno estadounidense era cortar las rutas de suministros y refuerzos del Vietcong.

CAMBOYA

Según Legaciesofwar.org, casi un tercio del total de bombas arrojadas sobre Camboya en el lapso ya señalado –cerca de 80 millones– quedaron sin explosionar. Algunas son activadas por accidente por campesinos pobres o por niños curiosos. En promedio, 500 personas perecen cada año por esta causa.

El bombardeo ilegal de Camboya (Nixon no contaba con permiso de su Congreso para llevarlo a cabo) fue uno de los crímenes más atroces del siglo veinte –con unos 150,000 muertos directos y la destrucción de la forma de vida de millones–, pero aún no ha visto su Núremberg. Los recientes tributos y hagiografías a Kissinger –uno de los cerebros detrás de la destrucción de Camboya– en medios como la CNN o el “New York Times” indican que jamás lo verá.

“El impacto de estos bombardeos, sujeto de mucho debate durante las últimas tres décadas, resulta, ahora, más claro que nunca”, dice un documento del Programa de Estudios sobre el Genocidio de la Universidad de Yale, de octubre de 2006. “Las bajas civiles en Camboya llevaron a una población enardecida a los brazos de una insurgencia que gozaba de un apoyo relativamente bajo antes de que los bombardeos comenzaran, expandiendo la guerra de Vietnam a Camboya, (suscitando) un golpe de Estado en 1970, el rápido surgimiento del Khmer Rouge, y finalmente, el genocidio camboyano”.

Los historiadores de Yale también resaltan que el bombardeo de Camboya no empezó con Nixon y Kissinger, como siempre se creyó, sino con Lyndon Johnson, su predecesor. Lo que Nixon y su asesor hicieron fue “doblar la apuesta”, pasando de bombardeos localizados a una estrategia de tierra quemada o destrucción total. Yale también indica que el número de 150,000 víctimas directas podría quedar corto. Y si la Casa Blanca de Nixon, con sus planes para Vietnam y la región, tenía la intención de impedir que empezaran a desplomarse, una tras otra, las “fichas de dominó” –es decir, que sucediera la temida conversión en cadena de varios países asiáticos al comunismo–, lo que consiguió fue eso. Leamos lo que dijo un oficial del Khmer Rouge, varios años después de los hechos, sobre el efecto de los bombardeos en la sociedad rural camboyana:

“Después de cada bombardeo, llevábamos a los pobladores a ver los cráteres, a ver cómo la tierra había sido despanzurrada y quemada. La gente ordinaria literalmente se cagaba en los pantalones cuando caían las bombas. Sus mentes simplemente se congelaban y empezaban a deambular en silencio por tres o cuatro días. Aterrorizada y medio loca, la gente estaba lista para creer lo que sea que se le dijera. Fue por su insatisfacción de cara a las bombas que se mantuvieron del lado del Khmer Rouge… a veces las bombas caían sobre niños pequeños, entonces sus padres apoyarían totalmente al Khmer Rouge”.

El Khmer Rouge “salió de esos cráteres”, concluyen los autores de Yale.

La misma lógica vil se aplicaría luego a Irak, Afganistán y otras debacles recientes. Ahí, el asesinato indiscriminado de civiles por parte de EE.UU. y sus eventuales coaliciones de vasallos condujo a miles de jóvenes a los brazos de Al-Qaeda, los talibanes y otros grupos terroristas, radicales o insurgentes. La reacción es todo menos incomprensible. Durante años, muchos camboyanos se vieron forzados a vivir en cuevas, sin saber si las bombas acabarían con ellos y sus hijos esa misma noche o al día siguiente. Hoy –a medio siglo de este acto de salvajismo–, solo el 1% del territorio camboyano afectado ha sido limpiado de bombas sin explosionar, y eso es un insulto a cualquier concepto de reparación o enmienda. El mensaje es que esa gente no importa. Esa es la mentalidad Kissinger y abunda entre los asistentes a Bilderberg.

INDONESIA

Kissinger ha tenido varios críticos y detractores prominentes, como no podía ser de otra manera. Uno de ellos era el británico Christopher Hitchens, quien en 2001 publicó su “Juicio a Henry Kissinger”, un ejercicio de denuncia que enumera sus crímenes de lesa humanidad y exige su procesamiento. Veamos: en Indonesia, Kissinger y el gobierno de Nixon suministraron armas al régimen de Suharto, que después de recibirlas llevaría a cabo el genocidio de Timor Oriental –colonia portuguesa hasta mediados de la década del 70–. Ahí murieron entre 100,000 y 300,000 seres humanos. En Indonesia, EE.UU. venía financiando a las fuerzas armadas para que lucharan contra cualquier movimiento de izquierda local. El resultado de esta política sería el golpe de Estado y las cruentas masacres que terminaron con Suharto en el poder. Entre medio millón y un millón de personas pertenecientes, asociadas o sospechosas de estar asociadas a movimientos de izquierda serían asesinadas. El gobierno estadounidense, cercano al régimen genocida de Suharto, incluso lo proveyó de una lista de miembros del partido comunista. No hace falta saber demasiada historia para adivinar qué pasó con ellos.

De acuerdo con otro detractor, Noam Chomsky, la Casa Blanca de Gerald Ford –con Kissinger de secretario de Estado– dio luz verde para la invasión de Timor Oriental por parte del ejército indonesio. El 90% del armamento utilizado había sido proveído por EE.UU. Ambos personajes, Ford y Kissinger, visitaron Yakarta, la capital indonesia, en la víspera de la masacre.

Kissinger también sería uno de los responsables de la expulsión y relocalización de los habitantes del archipiélago de Chagos, en el Océano Índico. EE.UU. quería tener una base militar en esas islas, pero una inoportuna población indígena había tenido la pésima idea de hacer de ella su hogar (desde siempre). Lo hecho contra los chagosianos involucra genocidio, por supuesto. Otra raya más al tigre.

Este es un cuento de dos humanidades: para una, minoritaria y muy poderosa, Kissinger es un estadista descollante, un merecido Nobel de la paz y un gran estratega geopolítico. Para la otra es un temerario criminal de guerra, un genocida impune y un digno representante de eso que los poderosos llaman “realpolitik”.

Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 638 año 14, del 02/06/2023, p13

https://www.hildebrandtensustrece.com/

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*