La izquierda está subestimando el peligro de la extrema derecha (I)
Martín Mosquera
Una victoria de la extrema derecha en Argentina podría poner fin al «empate hegemónico» que vive el país desde 2001. La izquierda debe priorizar la lucha para evitar esta posibilidad por sobre cualquier otra cosa.
Es difícil exagerar la conmoción política que significó la elección primaria del 13 de agosto. Más aún, no es sencillo captar todas sus dimensiones. En primer lugar, la extrema derecha quedó a las puertas del poder. Lo que parecía imposible, ahora parece inevitable. Una fuerza política casi inexistente, que no cuenta con estructura partidaria, candidatos provinciales, senadores o gobernadores, logró una posición sorprendente en un sistema político diseñado para evitar la entrada de fuerzas exteriores. Y sin embargo reducir el terremoto del 13 de agosto a la irrupción de Javier Milei sería subestimar la magnitud de los cambios en curso. Como suele suceder, es solo el síntoma («mórbido», para utilizar la expresión habitual) de cambios tectónicos que no son detectables inmediatamente.
El desempeño de Javier Milei está estrechamente relacionado con lo que probablemente sea el acontecimiento fundamental de esta coyuntura: la crisis del peronismo, el cuerpo celeste en torno al cual orbita el sistema político argentino desde 1945. El peronismo no es un partido como cualquier otro. Su capilaridad social, su mímesis con las estructuras del Estado, sus redes territoriales (militantes o clientelares), su vínculo con el movimiento obrero y los movimientos sociales, lo vuelven una fuerza política de una resiliencia pocas veces vista. Entre 1946 y 1983 nunca perdió una elección en la que estuvo presente (es decir, en la que no estuviera proscripto). Su piso electoral cuando se presentó de forma unificada giró siempre en torno al 40% en elecciones presidenciales. En el marco del sistema actual de primarias, su resultado más modesto fue en 2015 cuando alcanzó el 38% de los votos, pero competía en esa oportunidad con otra lista peronista que llegó al 14%. El 13 de agosto pasado acudió a las urnas unificado (pero dividido en dos listas internas, lo que probablemente evitó una caída mayor) y su caudal de votos se redujo al 27%. Por primera vez, el peronismo está a punto de perder la mayoría en el Senado y está cediendo el control de gobernaciones consideradas históricamente como sus bastiones (Santa Cruz, San Juan y Chaco son ejemplos notables).
Frente a cada una de las grandes crisis que vivió el país desde la restauración democrática (1989, 2001, 2019), el peronismo apareció como el «partido del orden», con capacidad para poner un límite al colapso estatal y restablecer la gobernabilidad. Debido a esta capacidad particular, una crisis del peronismo de esta magnitud es en sí misma, hasta cierto punto, una crisis del Estado.
Sin embargo, el impacto de los cambios que están teniendo lugar no se limita al peronismo. La derecha tradicional, que se preparaba, segura de sí misma, para recibir el poder en el marco de una alternancia electoral convencional, está enfrentando ahora su propio posible colapso. En la primaria de Juntos por el Cambio resultó vencedora Patricia Bullrich, la candidata con el programa de ajuste más agresivo y que abiertamente respaldó el uso de la represión contra la movilización social. Si no fuera por la irrupción de Milei, sería ella quien con justa razón acapararía la atención: por primera vez desde el retorno a la democracia, un partido mayoritario presenta a un candidato de orientación abiertamente ultraderechista. No obstante, Juntos por el Cambio experimentó un retroceso electoral en comparación con la muy mala elección de 2019, al final del mandato de Macri. La derecha, que confiaba en regresar al poder, se encuentra ahora más cerca de una crisis interna que de alcanzar el gobierno, y está en riesgo de quedar excluida del segundo turno y de enfrentar divisiones internas.
Por último, la elección del 13 de agosto marcó el índice de abstención más alto en la historia de las elecciones presidenciales, con una participación del 69% del electorado registrado. El nivel de ausentismo aumentó en más de 6 puntos con respecto a la elección de 2019, lo que representa un volumen de votantes que podría ser determinante en el resultado final.
En el contexto de una probable crisis orgánica del Estado, según el término que Gramsci acuñó en los años 1930, el acceso al poder de la extrema derecha plantearía la posibilidad de que se materialice lo que las relaciones de fuerza sociales del periodo anterior habían logrado hacer fracasar: una terapia de choque neoliberal que quiebre de forma duradera el bloqueo social al ajuste que se impuso luego de 2001. Esta situación podría dar lugar a una salida «cesarista», siguiendo la terminología de Gramsci, que busque desbloquear el empate social que estamos experimentando mediante una solución de fuerza.
La economía y sus descontentos
Si bien habría mucho por analizar en torno a los cambios sociológicos en la clase trabajadora, el impacto ideológico de la pandemia o las tendencias a la individualización de la fuerza de trabajo, hay una explicación de los acontecimientos actuales más evidente: la larga fase de estancamiento que afecta al capitalismo argentino desde 2011-2012, y que se convirtió en recesión y crisis abierta a partir de 2018. A lo largo de un extenso proceso inflacionario, el poder adquisitivo de los salarios en Argentina experimentó una disminución del 25% entre diciembre de 2017 y 2023, siendo esta reducción aún más marcada entre los trabajadores informales. Aunque el punto más crítico de esta caída se registró en 2018 durante el gobierno de Macri, el gobierno peronista continuó la tendencia descendente y agravó la brecha entre los trabajadores formales e informales, diferencia que se volvió más pronunciada a partir de la pandemia.
En este periodo también hubo destrucción del empleo privado formal y aumento del informal. Es decir, los trabajadores informales vieron disminuir su poder adquisitivo al mismo tiempo que ocuparon una franja cada vez más significativa de la fuerza laboral global. Este nuevo panorama sociolaboral hace crujir especialmente al peronismo, que además se ve afectado por ser oficialismo en un momento de crisis y por estar lesionando a su propia base social mediante las medidas de ajuste que está implementando. Este deterioro continuo de la vida material de la clase trabajadora, producido en un lapso que involucró a gobiernos de las dos grandes coaliciones políticas, sentó las bases para un creciente malestar social que finalmente se transformó en una crisis general de representación.
Es probable que nos estemos dirigiendo hacia una crisis orgánica del Estado. Gramsci se valía de este término para ilustrar una ruptura radical de los lazos entre representantes y representados como un síntoma de una crisis hegemónica general. Aunque el desplome del respaldo a los partidos tradicionales puede ser el signo más visible de una crisis orgánica, esta tiende a expandirse a todas las mediaciones de la sociedad civil. A medida que esta crisis se profundiza, conduce a una disminución en la capacidad de las clases dominantes para mantener su liderazgo por medios convencionales. No obstante, en una crisis de este tipo existe una relación asimétrica en cuanto a la capacidad de intervención entre las clases dominantes y las clases subalternas, que solo se compensa en situaciones excepcionales de ofensiva de las masas. Según Gramsci:
Los diversos estratos de la población no poseen la misma capacidad de orientarse rápidamente y de reorganizarse con el mismo ritmo. Las clases dominantes tradicionales, que tienen un numeroso personal adiestrado, cambia hombres y programas y reabsorbe el control que se le estaba escapando de las manos con una celeridad mayor que la que poseen las clases subalternas
La irrupción explosiva de una figura ajena al sistema político, en un contexto de crisis política general, no hubiese extrañado a Gramsci, quien analizó el proceso político de la Europa de los años 1930. Como explica Stathis Kouvelakis:
La crisis orgánica desencadena una recomposición del personal político, que puede tomar diversas formas –desde un bonapartismo que preserva la fachada parlamentaria, hasta los diversos cesarismos y el «estado de excepción»–, con el objetivo de resolver la situación en interés del bloque dominante. Por lo tanto, el campo está abierto a soluciones de fuerza, representadas por los «hombres providenciales» de Gramsci.
El «hombre providencial» que pueda imponer una «solución de fuerza» no necesariamente debe reunir condiciones personales muy destacadas. Recordemos los comentarios cáusticos de Marx acerca de Luis Bonaparte, preguntándose qué circunstancias excepcionales «permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe».
La larga crisis argentina
La crisis económica actual no es un fenómeno inesperado, sino que se enmarca en una historia de ciclos recurrentes. Argentina se caracteriza por su constante inestabilidad política y económica. Como han mostrado investigaciones de diferentes escuelas económicas (Piva, Gerchunoff), dicha inestabilidad tiene una de sus raíces en la fortaleza relativa de su clase trabajadora, la cual obstaculiza una reestructuración capitalista de largo alcance que resuelva los problemas macroeconómicos mediante un achatamiento duradero de los salarios.
Además, es necesario considerar una segunda razón que involucra factores de carácter internacional, vinculados a las transformaciones en la producción a nivel global de las últimas décadas: la tendencia secular del país hacia un declive económico y social que comenzó hace casi medio siglo con la crisis del estado de bienestar peronista en el marco de la internacionalización productiva y la crisis de los modelos de desarrollo nacional de la posguerra. Desde entonces, la sociedad argentina experimentó sucesivos saltos en los índices de pobreza y desigualdad, lo que llevó a que cada generación tenga su propia percepción directa de decadencia, aun cuando sus puntos de referencia, por razones etarias, son diferentes. El país pasó de tener un 4% de pobreza en la década de 1970 a alcanzar un 40% en años recientes, lo que refleja una tendencia de regresión social casi constante y con pocos paralelos en el mundo. La tendencia a la crisis orgánica se convierte, en consecuencia, en un rasgo distintivo de una sociedad que amalgama relaciones de fuerza entre las clases que impiden una resolución concluyente de la inestabilidad en beneficio de las clases dominantes, al mismo tiempo que experimenta un constante deterioro económico que alimenta las tensiones sociales.
Aunque este declive se desarrolla gradualmente y de manera no lineal, con periodos de caídas agudas seguidos de recuperaciones parciales, en momentos críticos el malestar social adquiere un carácter explosivo como observamos en la crisis de 2001. El kirchnerismo surgió en 2003 como una respuesta política a aquella crisis, aprovechando condiciones políticas y económicas excepcionales. En este momento, estamos siendo testigos de la desarticulación de ese dispositivo que logró resolver la crisis hace dos décadas. Además, la crisis que afecta al kirchnerismo está arrastrando consigo una crisis más amplia dentro del peronismo, cuya magnitud todavía no podemos evaluar por completo.
La particularidad de la situación actual radica en que, por primera vez, el peronismo está lidiando desde el poder con las crisis agudas que periódicamente afectan al país. Es difícil exagerar la importancia de este fenómeno. Como suele ocurrir, la formación de una base de masas para la extrema derecha no se puede entender sin una previa ruptura de los vínculos entre las clases populares y su representación política tradicional. Si el peronismo históricamente ha desempeñado el papel de un factor estabilizador que amortiguó la tendencia recurrente hacia la crisis orgánica, la actual crisis del peronismo podría abrir la puerta a una crisis política de mayor magnitud.
Una ideología popular de derecha
Inicialmente, las interpretaciones sobre la irrupción de Milei se enfocaban en el voto de protesta que estaba detrás de su irrupción. Eso explica parte del fenómeno: hay un malestar social todavía relativamente líquido que encontró en Milei el instrumento más eficaz para hacer notar su descontento. Además, hubo factores contingentes y coyunturales que influyeron en su rendimiento electoral, como el desdoblamiento de 17 provincias que llevaron a cabo sus elecciones en fechas diferentes a la elección nacional. Este desdoblamiento, impulsado mayormente por gobernantes peronistas que deseaban evitar la influencia negativa de una elección nacional que consideraban desfavorable, tuvo un impacto decisivo en los resultados. En aquellos distritos donde se celebraron simultáneamente elecciones locales, el respaldo a Milei fue 13 puntos porcentuales menor que en las provincias que desdoblaron. Entre los factores coyunturales, también es importante el respaldo económico y logístico que el peronismo brindó a Milei, según el cálculo de que fragmentar el voto de la derecha aumentaría sus posibilidades en la elección.
Sin embargo, ni el voto protesta ni los factores coyunturales son suficientes para explicar los resultados electorales del 13 de agosto. En primer lugar, porque la forma que encuentra un malestar social para expresarse no suele ser completamente inocua. La naturaleza por el momento fluctuante y heterogénea de esta base electoral no debe ocultar un proceso en desarrollo: la consolidación creciente de una ideología popular de derecha, a la que Milei contribuyó al hacerla llegar a sectores sociales que estaban fuera del alcance de la derecha tradicional. Asimismo, el estado líquido de su base electoral se modifica a medida que el proceso político avanza, ya que el ascenso de Milei genera efectos retroactivos sobre su base. Como solía decir Ernesto Laclau, el «representante cumple una función activa» sobre el representado. Los líderes políticos no son solamente el resultante de las relaciones de fuerza y de las corrientes de opinión presentes en la sociedad, sino que también las modelan e inciden sobre ellas. No estamos lidiando únicamente con un malestar que irrumpe con formas aleatorias, sino más bien con la metabolización reaccionaria de ese malestar. Aunque esta situación no es necesariamente irreversible, es un elemento que no podemos pasar por alto.
Puede ser útil el análisis de Nancy Fraser sobre estos temas. Fraser acuñó un termino para explicar el auge global de la extrema derecha: «neoliberalismo progresista». Utiliza este concepto para describir al «bloque histórico» que combinó políticas económicas neoliberales con políticas de «reconocimiento» progresistas. Los políticos de la llamada «tercera vía» (Clinton, Blair, Schoeder, y más adelante sus herederos: Obama, Hollande, Matteo Renzi, etc.) implementaron políticas neoliberales al mismo tiempo que adoptaron de manera superficial las demandas multiculturales, ecologistas y de los derechos feministas y LGBTQ+. La clase trabajadora agredida por las políticas económicas regresivas, y a veces incomodada por los avances reales o aparentes de grupos oprimidos (mujeres, LGTBQ+, etc.), comenzó a reaccionar contra el bloque neoliberal progresista adoptando un perfil «populista reaccionario» que unificó demandas de protección social con el rechazo a las políticas de reconocimiento de su adversario.
El caso argentino encuentra un paralelo con esta situación pero presenta una diferencia importante. Por un lado, el gobierno aplicó una política económica que continuó el ajuste ortodoxo del mandato anterior, y se presta a dejar el gobierno con casi todos los indicadores sociales (pobreza, salarios, desigualdad) peores que a la salida de Mauricio Macri. Por otro lado, adoptó un enfoque progresista en varios aspectos, como la legalización del aborto, la promoción del lenguaje inclusivo, la implementación de cupos laborales para personas trans, entre otros. Pero el caso argentino permite agregar un elemento adicional. La diferencia con el neoliberalismo progresista de Fraser es que en el caso del peronismo, este hizo el ajuste neoliberal en nombre de la lucha contra el ajuste neoliberal. A esto se refiere Pablo Semán cuando habla de la «mímica del Estado»: la prédica del «Estado presente» fue la cobertura ideológica de un progresivo deterioro de las prestaciones materiales que el Estado proporciona en nombre de la redistribución del ingreso y la justicia social. Esto es parte de las razones que explican la respuesta antiestatista que recibió el neoliberalismo progresista. Si Trump, Le Pen, Meloni son críticos, al menos aparentes, del globalismo neoliberal, Javier Milei es un extravagante anarcocapitalista que sueña con la eliminación completa del Estado.
El deterioro de las condiciones de vida durante un gobierno que promueve una narrativa progresista y redistributiva allanó el camino para que un discurso antiestatista encuentre eco en diversos estratos sociales, incluso entre aquellos que dependen significativamente de la protección social del Estado para subsistir. El colapso de una experiencia populista, que mantuvo su retórica de redistribución incluso cuando aplicaba duras medidas de ajuste, tuvo como resultado que los costos de las políticas ortodoxas no fueran atribuidos a sus principales defensores intelectuales. Este proceso desmoralizó y confundió a la clase trabajadora, lo que resultó en que el malestar social se inclinara hacia la derecha. La crisis del progresismo gubernamental se extiende a la crisis de los valores e ideas que se le asocian, como la redistribución progresiva del ingreso, el papel activo del Estado, los derechos humanos y la movilización social. Como suele ocurrir, los escombros del muro que se desmorona caen sobre todo el espectro de la izquierda y de sus ideas.
De acuerdo con los estudios de sociología electoral, Milei recogió apoyo en todas las clases sociales y grupos etarios. En términos ideológicos, los estudios indican que aproximadamente un tercio de sus votantes corresponden a un perfil de naturaleza ultraderechista, otro tercio representa un voto de orientación neoliberal clásica y el tercio restante proviene de una base popular y «pro-Estado», afectado por la indignación y el desconcierto. Aun si descartamos este último segmento y solo sumamos el voto, claramente ideológico, que Patricia Bullrich obtuvo en las elecciones primarias (16%), es innegable que existe una base electoral para la extrema derecha de entre el 25 y el 30%. Son cifras muy altas, que pueden proporcionar una base de masas para un experimento neoliberal autoritario.
Esta base electoral se encuentra todavía en un estado fluido e inestable. No obstante, su mera existencia pone en evidencia el optimismo excesivo que ha prevalecido en la izquierda, que asume que la experiencia de un eventual gobierno de Milei romperá necesariamente los vínculos con su base electoral. Muchas razones o secuencia de acontecimientos (éxito en un plan de estabilización, desmoralización de los sectores populares combativos, desafección política de la clase trabajadora) podrían llevarnos hacia una alternativa opuesta, tal como sucedió en el caso de Bolsonaro en Brasil. A pesar de que el ex capitán perdió las elecciones en un segundo turno muy reñido (51/49), logró cohesionar a su propia base, eliminando cualquier lealtad previa de sus votantes hacia los partidos tradicionales.
(continuará)