Perú: Los cínicos no matarán este oficio
Juan Manuel Robles
La palabra clave fue “cojudignos”. Porque no solo se mofaba de una opción legítima de voto en el 2021 sino también, en el fondo, de una supuesta falta de pragmatismo y conexión con la realidad. Cojudigno es el que se complica, el que deja que los principios se interpongan en el camino, que la moral agüe la fiesta y trabe el negocio. Cojudigno es el insulto que hizo explícito un desparpajo que ya existía y que se volvió descaro: el de un montón de jóvenes (y no tan jóvenes) que querían vivir la vida sin hacerse preguntas incómodas.
Y que de pronto, luego de una contienda electoral insólita, se la agarraron contra quienes, en su concepto, les impidieron seguir su existencia ligera, su día a día avalando abusos y asesinatos demasiado lejanos (¿que a quién le importan?). Dijeron basta y echaron a andar. Cojudigno: quítate de enfrente o te pateamos.
El fenómeno, que viene de atrás, ha tenido repercusiones en todos los ámbitos, y, por supuesto, en el periodismo. No solo en la manera en la que este se empezó a practicar, sino en la naturaleza misma del oficio. Cuando yo era estudiante, era toda una aspiración trabajar en los grandes medios: “El Comercio”, “La República”, “Caretas”, América Televisión, RPP. Tener una oportunidad allí era una fortuna y los más talentosos lo procuraban. Hace unos años me tocó ser profesor universitario y me asombré al saber que los estudiantes más destacados se iban a la comunicación corporativa. ¿Cómo podía ocurrir eso? ¿Por qué dejar de lado una carrera apasionante por la gestión de notas de prensa? Porque da más plata, pues, profesor cojudigno.
Algún alumno no tan cínico me explicó que no podía culpárseles: se trataba más de una capitulación que de una traición. Los medios ahora reclutan jóvenes para procesar información y difundirla, según sus intereses comerciales, aliados y agendas. No los contrataban para buscar verdades y hacerlas públicas, sino para darle forma a ideas fuerza ya preparadas.
—Prefiero hacer lo mismo para una minera, y no le miento a nadie.
Entonces entendí parte de esa frialdad: cada vez era menos viable hacer periodismo real en los grandes medios, que se vuelven cajas de resonancia de los intereses de los anunciantes, de las inversiones del grupo económico al que pertenecen, o peor, de sus miedos.
Nadie quiere ser Quijote desde el día uno y con 19 años. Una cosa es que el periodismo sea una profesión con sacrificios, y otra que sea una inmolación a perpetuidad, un martirio a tiempo completo.
En un país en que se recupera el valor del pragmatismo económico por sobre todas las cosas, el periodismo independiente no tiene cabida. En un país donde la consigna es convencernos de que votar por Keiko está bien, se hace necesario, para los medios, ocultar, borrar y callar: todo lo contrario a lo que el periodismo hace.
Y lo que quedan son periodistas domesticados y que siguen el libreto. ¿Han visto la cara de los reporteros de calle de la televisión cuando un ciudadano grita “¡Dina asesina!”? Es una cara de pánico, de ojalá no me culpen, de qué hago aquí. Una cara que dice maldito cojudigno.
El legendario periodista polaco Ryszard Kapuscinski dijo a comienzos de siglo que los cínicos no sirven para este oficio. Es cierto, para lo que sirven estupendamente es para arruinar el periodismo, convertirlo en otra cosa, disuadir a quienes, en otros tiempos, hubieran respondido con brío al llamado de la vocación.
En el Perú de hoy, cojudigno es el que compra este semanario en vez de aceptar el mensaje de WhatsApp donde llega todo el contenido (pensar que alguien me está leyendo ahora en uno de esos archivos me hace ver nítidamente la espantosa paradoja). En términos más generales, cojudigno es todo aquel que lee este diario, tan fuera de la lógica del dinero y el mercado, del marketing noble, sin darse cuenta de que la selección natural dicta su extinción, igual que les ocurre a esas películas peruanas que muestran “cosas feas del país” y salen de la cartelera en la semana dos.
No lo digo solo por “Hildebrandt en sus trece”, donde tengo el gusto de escribir, sino por cualquier medio independiente: digamos “IDL-Reporteros”, “Ojo Público”, “Wayka”. Son estos medios los que publican cosas que nadie más se atreve a publicar. Son estos medios donde nace una línea de investigación que, a veces, es tan contundente y clara que a los grandes medios no les queda más remedio que abordar (y solo entonces los gobernantes deben responder).
Estos medios pequeños, insignificantes, nos amargan la mañana cuando estamos parapetados en nuestra comodidad de hipoteca a veinte años, de smart TV a plazos y de Netflix con usuario prestado, y parece que diera igual que desaparezcan.
Pero estos medios de cojudignos también son los únicos que están allí cuando el privilegio se nos acaba, cuando un amigo que estuvo en una marcha es herido por un proyectil militar, cuando un seguro oncológico se hace el loco con tu madre, cuando toca denunciar a la policía corrupta —y nadie más quiere hacerlo—. Son medios donde todavía se hace periodismo de verdad (con jóvenes brillantes que ponen lo mejor de su talento, llenos de ganas de servir). Solo por eso, no creo que sea algo conveniente que desaparezcan.
Este semanario acaba de lanzar una cruzada pidiendo la ayuda de sus lectores para seguir adelante. Por supuesto que como columnista me preocupa saberlo, y ojalá todo mejore. Pero también debo decir que cuando uno se dedica a esto —a decir lo que piensa—, lo hace sabiendo que el final puede estar a la vuelta de la esquina, y que siempre es posible que nos corresponda seguir tocando, como violinistas del “Titanic”, haciéndolo lo mejor que se pueda, con todo gusto, a pesar del mal tiempo.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 659 año 14, del 27/10/2023