Perú: Los otros cupos
Juan Manuel Robles
No debería sorprender tanto que la forma de crimen más extendida sea la acción de los extorsionadores. Los peruanos llevamos mucho tiempo pagando cosas bajo amenaza. Claro, la amenaza no es una granada; es más sutil, a veces indirecta y hasta implícita, pero está allí. Vivimos llenos de pagos extra que no tendríamos que hacer pero que hacemos sin chistar porque entendemos, rápidamente, que de no realizar esos desembolsos podríamos tener problemas. Los pagamos por miedo.
Quiero decir: hace tiempo vivimos en cierta paz, pero esa paz no está libre de cupos periódicos. Cupos legales, normalizados.
La vida de quien progresa —en cualquier tamaño o escala— está llena de esas “obligaciones”. Cada cierto tiempo, reviso la lista de los colegios más caros de Lima. Me gusta ver esa lista porque no importa donde mires (arriba, al centro, adentro) sabes que hay padres que están, en este preciso instante, separando dinero que no tienen para pagar lo que cuesta la matrícula, la mensualidad y la cuota de ingreso que, para no desentonar, se incluye con la severidad del caso (las hay de 15 mil dólares). Ahí los ves, a esos señores, consiguiendo 5,000 soles mensuales o 3,000 (una cuota modesta). Siempre lo hacen con aprensión y urgencia, sabiendo de antemano que ese desembolso está sujeto a alza sin previo aviso, y habrá que quedarse callado, y picar por aquí y por allá, para seguir la marcha cuando eso ocurra.
Uno paga y sigue pagando para no perderse lo que supuestamente debe asegurar: la posibilidad de que el niño (o la niña) esté conectado con un entorno mejor que el de los padres, un espacio con caminos más cortos al éxito, con contacto directo con quienes toman las decisiones. Uno paga porque hay miedo. Es uno de los miedos menos detectables, pero también el más poderoso: el temor a quedarse afuera. No acceder a. No verse con. No tener.
Hace casi treinta años Los Prisioneros cantaban “a otros les enseñaron secretos que a mí no”. Pues la idea, por supuesto, ya no es cantar rabiosos saltando de rebeldía. La idea es ser parte de esos otros —que el niño lo sea—, romperse el lomo para lograrlo, para cumplir con el extra. Pagar lo que sea necesario para no ser parte nunca más, ni por error, del baile de los que sobran.
Porque quien se queda afuera en el Perú, puede pasarla mal. Muy mal. Quien solo posee sus derechos de peruano de nacimiento está jodido. Hemos normalizado que sea un deber agarrar todos los privilegios posibles cuando estos caen de la piñata rota. ¿Por qué? Porque el miedo es grande.
Quedarse fuera de cierto colegio implica no poder acceder a más dinero. Y no tener dinero implica, por ejemplo, no poder atenderse en una clínica privada cuando la salud falle; o sea, tener que esperar cinco meses por una cita cuando hay un dolor agudo en el costado (ensayar retorcerte de dolor en la puerta de emergencia del Rebagliati no siempre funciona). Implica el horror de estar en la cola larga de quienes no movieron ningún hilo (quienes no pagaron el cupo). Implica ser vulnerable. Entonces mejor pagar. Cuando hablamos de la salud, no hay que hacer ningún esfuerzo mental para hacer el símil extorsionador: durante la pandemia, las clínicas pedían depósito de 60 mil dólares para atenderte. Como garantía, decían.
Ya se ha hablado suficiente de cómo el neoliberalismo, mientras hace proliferar los negocios de cierta gente, juega a destruir la cosa pública, a publicitar sus miserias, a vendernos (qué lindo verbo) la idea de que su existencia es inviable, mientras hacen exitosos lobbies para quitarle recursos. Generan la idea de que creer en buenos servicios para todos es poco realista y estúpido. Que desearlo, además, es asunto de zánganos.
Por supuesto, los liberalsplainers de voz engolada me dirán que el capitalismo funciona así, ni modo. Pero en el Perú parece no haber límite para ese tren desquiciado. Nuestro último periodo de desarrollo económico consistió en que mucha gente se unió a esta carrera maldita (solo para terminar estrellados con la pandemia del sinceramiento). El boom vino con cosas espectaculares: los alquileres llegaron casi a niveles de Nueva York. De ahí el cuartito en Miraflores a 1,000 dólares, que se paga bien porque funciona como activo social para alguien que quiera “abrirse paso”. Hasta en Manhattan se sabe qué es “renta estabilizada”. Pero en el Perú el casero se disfraza del Tren de Aragua y te clava el diez por ciento para el próximo año, porque el barrio se ha puesto “más turístico”.
Digo: los criminales pervierten y exacerban una práctica que ya está instalada en el chip de quienes aprenden a golpes que progresar implica pagar de más, pagar coimas, pagar a la policía para que se ocupe de tu calle, pagar al inspector municipal al que todos le pagan.
Ojo, no estoy diciendo que sea lo mismo, ni relativizando la inferioridad moral de los maleantes. Solo que al ver las noticias policiales recordé que no tener ciertas cosas, por ejemplo, educación y salud públicas de calidad, te condena a vivir pagando cupos (si quieres esa calidad, que no es más que lo mínimo de una humanidad digna). Esto se diferencia de la actividad delictiva en que todo es legal y nadie te va a matar. Pero se parece en que uno nunca está tranquilo, porque no sabes cuándo llegará la próxima cuenta extra (que hay que pagar sí o sí).
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 706 año 14, del 25/10/2024