Perú: Derechos humanos en emergencia
Ronald Gamarra
Este bienio está marcado por la crisis más grave de la situación de los derechos humanos en nuestro país en las últimas dos décadas. El anterior momento crítico, qué duda cabe, lo vivimos y padecimos bajo el gobierno dictatorial de Alberto Fujimori y su cómplice Vladimiro Montesinos. No es coincidencia, por tanto, que la actual crisis de los derechos humanos coincida con el poder que ejerce actualmente la facción fujimorista como eje de la alianza corrupta que, desde el Congreso, domina y avasalla la política del país, con la presidencia de Dina Boluarte reducida a la condición de una mayordomía dedicada a servir al milímetro todos los desvaríos y alucinaciones de los mandones de la plaza Bolívar.
El fujimorismo ha demostrado que no aprendió nada, ni lamentó nada, ni reconoce ningún error de la experiencia de su gobierno de 1990 al 2000. Queda demostrado plenamente que siguen siendo la misma facción de vocación dictatorial, autoritaria, arbitraria y sobre todo corrupta, que se aprovecha del Estado y el poder para servirse y enriquecerse, atropellando las normas básicas de la democracia, el Estado de derecho y la normatividad internacional sobre derechos fundamentales. El fujimorismo no ha cambiado en lo esencial con respecto a lo que era durante la década en que gobernó. Las esperanzas de algunos en la posibilidad de un fujimorismo “democrático” se han demostrado infundadas, particularmente desde el 2016 y sobre todo en el último bienio.
Hay que destacar la habilidad maniobrera y la capacidad trapacera del fujimorismo para articular una alianza reaccionaria y convertirse en el eje motor de dicho pacto, al mismo tiempo que se pone de perfil para no aparecer, en lo posible, como un partido de gobierno. Por lo demás, la ultraderecha pone lo suyo, asumiendo el activo rol conservador que le sale tan natural y acorde con sus prejuicios y complejos clasistas y raciales. El fujimorismo y la ultraderecha son, también, muy pragmáticos y por ello han cooptado a su tinglado de poder a Dina Boluarte y a Vladimir Cerrón, a quienes les dan las migajas que les corresponde, básicamente tolerarlos en el poder hasta el momento en que decidan deshacerse de ellos.
Así, tenemos ahora un país cuyas élites poderosas quieren que cada día se parezca más a lo que fue la dictadura de Fujimori y Montesinos y dan, en consecuencia, grandes pasos en esa dirección. Pero ¿cómo llegamos a esto?
Lo primero fue meter bala. Y no dudaron en hacerlo al imponer a Dina Boluarte como presidenta hasta el 2026, en lugar de convocar de inmediato a elecciones generales, como exige la población. Fue terrible la represión de las manifestaciones populares del sur, en las que 50 personas, incluidos no menos de siete menores de edad, perdieron la vida bajo disparos de las fuerzas policiales y militares efectuados con armas y munición de guerra. Dina Boluarte estuvo al frente de la matazón, pero el Congreso le dio todo su respaldo político y protección hasta el día de hoy. Ese asesinato de decenas de personas que manifestaban y exigían elecciones marca el inicio del pacto y del período de restauración de los 90.
Lo siguiente fue ir, paso por paso, cooptando y ocupando los organismos constitucionales autónomos y ponerlos al servicio de sus designios. Empezaron con la ocupación del Tribunal Constitucional, lograda con la activa colaboración de la gente de Vladimir Cerrón, gracias a quienes lograron un TC compuesto mayoritariamente por conservadores y reaccionarios. Cerrón fue tan servil que ni siquiera puso un tribuno y se limitó a atender sumisamente los deseos del fujimorismo. Lo que sí les dieron fue la Defensoría del Pueblo, que de inmediato se dedicó a torcer y desnaturalizar. Luego fue el ataque obstinado a la Junta Nacional de Justicia para traérsela abajo y apoderarse del organismo que evalúa y sanciona a jueces y fiscales y define a los directivos de los organismos electorales. Y tienen previsto arremeter aún más en esa vía para someter al Ministerio Público y limitar al Poder Judicial.
El paso siguiente fue abrir el camino a la ruptura con el orden internacional que vela por el respeto a los derechos humanos. El eje corrupto de la fujiderecha ha impuesto que el país se encuentre actualmente en situación de abierto desacato frente al Sistema Interamericano de Derechos Humanos y particularmente ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Lo hicieron primero mediante la ilegal excarcelación de Alberto Fujimori, “resucitando” el indulto del 2017 que le acordó Kuczynski y que fue declarado nulo e inaplicable en su momento por la Corte IDH y por la Corte Suprema del Perú. El siguiente paso desaforado lo dieron al decretar una ley anticonstitucional que da impunidad absoluta a los autores de crímenes de lesa humanidad “anteriores al año 2002”. Los maximalistas de la fujiderecha tienen como objetivo final repudiar la Convención Americana de Derechos Humanos y retirar al país de la jurisdicción internacional.
Afortunadamente, nada de esta deriva autoritaria hacia los 90 ha dejado de encontrar resistencia en diferentes sectores. Así, recientemente, el Ministerio Público declaró su oposición institucional a la ley de impunidad de los delitos de lesa humanidad y algunos jueces la han declarado contraria a la Constitución e inaplicable ejerciendo la función de control difuso de la constitucionalidad de las leyes. Así mismo, el Ministerio Público ha anunciado que uno de sus equipos especiales ha identificado a más de 40 policías y militares como responsables de la muerte de no menos de siete menores de edad en las manifestaciones al inicio del régimen de Dina Boluarte. El avance de esta investigación, aún inicial a dos años de la masacre, no se hubiera podido dar si la Fiscalía de la Nación siguiera en manos de Patricia Benavides, miembro activo del pacto corrupto, destituida este mismo año.
Así estamos. Nos hallamos bajo una emergencia de derechos humanos como no vivíamos desde el gobierno de Alberto Fujimori. Las fuerzas políticas que hoy dominan, articuladas por el fujimorismo, nos han puesto en situación de desacato ante el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, ante el cual también hay que responder por el asesinato de 50 compatriotas en manifestaciones políticas por elecciones generales, una de las peores masacres de la última década en nuestro continente. Felizmente, la gente está despertando y empezando a moverse y en su momento exigirá cuentas a los actuales mandones. El 91% de desaprobación de Dina Boluarte y el 93% de desaprobación del Congreso marcan la suerte que les espera a los culpables.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 713 año 15, del 13/12/2024