Perú: Fascistas envalentonados
Juan Manuel Robles
A comienzos de los noventa, Juan Luis Cipriani, entonces obispo de Ayacucho, se hizo famoso por una frase que lo pintó de cuerpo entero para siempre: “Los derechos humanos son una cojudez”. Años después, el prelado, que se volvió cardenal, negó sus palabras —aduciendo que en realidad se refería a la Coordinadora de Derechos Humanos— pero lo cierto es que pocas veces una cita ha caracterizado tan bien a alguien en el imaginario público. Cipriani, miembro del Opus Dei y defensor de Alberto Fujimori, fue siempre un hombre que despreció a las víctimas de abusos militares. “No se aceptan denuncias de derechos humanos”, decía un cartel que mandó colocar en la catedral ayacuchana (y de esto sí hay documentos).
Lo de Cipriani no era inocente. Esa frase suya —exacta o no— lo hizo popular entre la gente, entre esos peruanos desesperados por el deterioro producto de la guerra interna, compatriotas confundidos, temerosos, hartos. Esa frase pronunciada en aquel Perú que se convertía en un interminable diario chicha lo hizo, por un tiempo, un cura cool, sin pelos en la lengua a contramano de su investidura y la proverbial bondad de su institución. Eran los noventa: el país ensangrentado se creyó el cuento de la mano dura mientras la mano larga de Montesinos se robaba el país en peso.
Treinta años después, los mismos que reviven el terruqueo para anular a sus enemigos, sembrar miedo y disuadir a los más jóvenes de involucrarse en cualquier activismo político contestatario usan el recurso de Cipriani. Oliendo astutamente que el tiempo está a favor de los fascistas, quieren ganar simpatía ciudadana haciéndose los provocadores. Nunca es tarde para empezar.
Así vimos la semana pasada al expresidente del Tribunal Constitucional, Ernesto Blume, relatándole excitadísimo al periodista Martín Riepl sobre su decidido apoyo a las matanzas realizadas por este gobierno, luego de la salida de Pedro Castillo. «A la presidenta yo le exigí en esa época, “sea usted más dura en la represión”», dijo en RPP, ante la perplejidad del periodista que le recordó que hubo cincuenta muertos. Blume no es cualquier opinador. Hablamos de un hombre que tuvo un muy alto cargo en un organismo dirimente, cuyas decisiones sientan jurisprudencia. Alguien que tendría que contenerse y dar cátedra con cada parecer. Pero no, quiso exhibirse. Adujo cierta historia de “oficiales de la policía asesinados”, ante la mirada atónita del periodista (ningún policía murió por las protestas).
Una semana después, el ministro de Educación, Morgan Quero, fue abordado por una periodista que le recordó que era el Día Mundial de los Derechos Humanos, y le preguntó su opinión considerando los muertos en las protestas contra el régimen. “Los derechos humanos son para las personas, no para las ratas”, dijo Quero poniendo cara de malo, para huir inmediatamente después. Hasta la Defensoría del Pueblo tomada por el cerronismo —mayordomo de Fujimori— lanzó un comunicado pidiendo su destitución. Luego Quero quiso aclarar las cosas diciendo que en realidad con lo de “ratas” se refería a los violadores de menores, pero el video lo desmiente.
La verdad, da repulsión ver a estos señores con tanta impunidad para hablar. Pero no se confundan. Esos hombrecitos bocazas no se mojan ni se complican. Serán los primeros en deslindar de todo apoyo al régimen de Boluarte cuando la justicia juzgue al gobierno por las muertes. Serán los primeros en zafar cuerpo y negar cercanías. En último caso, dirán “yo no sabía la verdad” con la voz quebradiza ante los mismos micrófonos donde hoy se mandan con todo.
Son palomillas de ventana que no moverán un dedo en solidaridad por los militares y policías —seguramente de rango menor— que terminarán en la cárcel por todo esto. Lo suyo es una bravata para las tribunas, un recurso de la comunicación para parecer cool. Como el viejo Cipriani.
Pero no son los noventa. Ya no funciona el recurso de popularidad facha como le funcionaba al cardenal, que al fin y al cabo se iba de boca mientras vivía en una ciudad donde los terroristas degollaban a alcaldes y autoridades insumisas. Digo: a Blume y a Quero (y a otros que aparecerán haciéndose los gallitos) les sienta demasiado mal hacerse los implacables y duros. Porque, aunque el movimiento social no haya sido suficientemente grande como para tumbarse al régimen, sí existe una consciencia del abuso militar y de que no hay ninguna gloria ni valor en matar adolescentes desarmados: quien reivindique algo así es un ser muy, pero muy despreciable.
Fuente: Hildebrandt en sus trece, Ed 713 año 15, del 13/12/2024