¿Quién nos salvará de la ciencia?

Daniel Espinoza

La semana pasada escribimos sobre los controversiales experimentos de laboratorio diseñados para potenciar conocidos patógenos –como el coronavirus–, haciéndolos más transmisibles y letales. Las investigaciones de “ganancia de capacidad” (en inglés, “gain of function”) –como las que se llevaron a cabo en los últimos años en el Laboratorio de Virología de Wuhan, en China– fueron financiadas por USAID, organismo controlado por el gobierno de Estados Unidos, a través de EcoHealth Alliance. Vimos que algunos receptores de dicho dinero fueron quienes, a través de varios medios de comunicación periodísticos y científicos reputados, le vendieron al mundo la idea de que una potencial fuga del SARS-CoV-2 de un laboratorio solo podía ser una “teoría de conspiración”.

Como prometimos, hoy ahondaremos en el origen militar de esta controvertida línea de investigación, con sus múltiples riesgos y dudosos beneficios. Repasaremos una pequeña fracción de las varias filtraciones de peligrosos patógenos que han sucedido en el pasado reciente, un asunto virtualmente desconocido incluso para los asiduos a la literatura científica.

ATAQUE Y DEFENSA

Como le dijo Richard Ebright al periodista científico Paul Thacker a inicios de agosto, los primeros experimentos de “ganancia de capacidad” se dieron en 2005 y 2006, con la reconstrucción del virus de influenza que ocasionó la pandemia de 1918, más conocida como la Gripe Española. Estos se llevaron a cabo en Nueva York y Atlanta.

“Este virus no había estado presente en el planeta por décadas… y cuando lo estuvo, infectó al menos a dos tercios de la población global y mató al menos al 1 % de los infectados”, dijo Ebright, director del laboratorio de microbiología del Instituto Waksman, localizado en Nueva Jersey.

El Congreso de Estados Unidos objetó entonces que los experimentos se habían llevado a cabo sin ningún tipo de análisis previo de riesgos y beneficios.

“Pero la historia comienza un poco antes”, detalla Ebright, “en 2001”. Poco antes del ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York, sucedió un ataque con ántrax a través del sistema de correos estadounidense. Poco después, en noviembre de ese año, el Congreso decidió destinar ingentes recursos para la defensa contra el terrorismo biológico.

Uno de los promotores de estas medidas fue el vicepresidente Dick Cheney, uno de los arquitectos de las debacles americanas de Afganistán e Iraq y –coincidentemente– uno de sus más grandes beneficiarios materiales debido a su participación en Halliburton, contratista privado del Departamento de Defensa de EE.UU. (DoD, por sus siglas en inglés). Como explica Ebright, el DoD contaba entonces con controles muy estrictos, implementados para cumplir con la Convención de Armas Biológicas, un tratado internacional que prohíbe su desarrollo y proliferación:

“Lo que hizo Cheney fue transferir la investigación (en armas biológicas) del DoD al Instituto Nacional de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) y, específicamente, al Instituto Nacional de Enfermedades Alérgicas e Infecciosas (NIAID, por sus siglas en inglés) …transformándolos en anexos del sector Defensa. Eso convirtió a Anthony Fauci (director de NIAID) en un jugador de peso”.

Luego, entre 2003 y 2004, la Academia Nacional de Ciencias formó un comité para analizar el “uso dual” de esa línea de investigación biomédica. En otras palabras, las investigaciones tendrían fines tanto militares como sanitarios. El comité en cuestión identificó “siete áreas de investigación de alto riesgo”, explica el microbiólogo citado. Estas eran actividades que aumentaban la virulencia, transmisibilidad y rango de organismos anfitriones potenciales para un determinado patógeno, entre otros “logros”. Cinco de esas siete líneas de experimentación fueron clasificadas como “ganancia de capacidad”, mientras que las otras dos tienen que ver con la “evasión de diagnóstico o detección” y la instrumentalización del patógeno como arma de guerra.

En 2011, los científicos Ron Fouchier y Yoshihiro Kawaoka anunciaron que podían crear una peligrosa versión de la gripe aviar (H5N1) que, a diferencia de las anteriores cepas, se transmitía por aerosoles. Según Ebright, este virus rara vez infecta al ser humano, pero cuando lo hace mata a la mitad de los afectados. Fouchier y Kawaoka –trabajando en Holanda y Estados Unidos, respectivamente– recibieron financiamiento del NIAID.

El experimento encontró oposición en el Congreso y la Casa Blanca estadounidenses, que insistieron en preguntarle al NIAID y a su mandamás, Fauci, sobre la razón por la que lo habían realizado, particularmente sin haber llevado a cabo un análisis detallado de los riesgos y beneficios. Ebright explica que Anthony Fauci –quien hoy dirige la respuesta estadounidense al Covid-19– simplemente financiaba proyectos a discreción, sin supervisión de nadie, por tratarse de un campo donde la regulación aún no se había establecido de manera firme.

Las autoridades también objetaron el hecho de que la experimentación fuera llevada a cabo fuera del territorio estadounidense. La respuesta de Fauci y del director del Instituto Nacional de Salud, Francis Collins, fue que la investigación era “fundamental para la seguridad” de su país, como explicaron en un artículo de opinión para el “Washington Post” (30/12/11).

Ante las críticas, Fauci decretó una moratoria para los experimentos de “ganancia de capacidad”. Pero ni bien las autoridades se distrajeron, cuenta Ebright, Fauci y Collins “levantaron la moratoria y expandieron el financiamiento”. Los sistemas para fiscalizar estas líneas de investigación llegarían años después, pero serían incapaces de ejercer un verdadero control. Los peligrosos y controversiales experimentos continuarían sin ningún tipo de análisis independiente sobre sus evidentes riesgos.

En 2014 sucederían tres fugas de laboratorio en Estados Unidos: una en el Centro de Control de Enfermedades de Georgia, donde se daría un accidente con ántrax; otra en Maryland, donde se encontrarían contenedores del virus de la viruela con filtraciones en una oficina de la Food and Drug Administration y, finalmente, en Utah, donde también se daría un accidente con ántrax, esta vez en instalaciones del DoD.

Para entonces, se había establecido un ente de carácter federal para velar por la seguridad biológica, la Junta Asesora Nacional Científica para la Bioseguridad (NSABB, por sus siglas en inglés), que señaló su intención de investigar estos tres incidentes. “La respuesta del Instituto Nacional de Salud de EE.UU. fue despedir a los miembros del NSABB y nombrar a otros más manejables”, cuenta Ebright. En respuesta, los recién despedidos formaron un grupo independiente, el Cambridge Working Group.

La sucesión de eventos relatada captó la atención del gobierno de Barack Obama en 2014, que decidió ponerle pausa al financiamiento para experimentos de “ganancia de capacidad”. Dieciocho proyectos fueron detenidos con la finalidad de someterlos a una urgente fiscalización. Un par de meses más tarde –con el gobierno distraído nuevamente en otros asuntos–, siete de estos proyectos fueron exonerados por el director del Instituto Nacional de Salud, (otra vez) Francis Collins, quien aseguró que eran “urgentemente necesarios para la salud pública de EE.UU.”.

Y así llegamos a 2017 y el gobierno de Donald Trump, que suspendió la pausa e implementó otro organismo destinado a fiscalizar los experimentos de “ganancia de capacidad”. Como explica Ebright, dicha entidad quedaría anulada en la práctica debido a que las entidades que llevan a cabo o financian tales experimentos –NIAID y el NHI– descubrieron que podían esquivar su vigilancia mediante un mecanismo tan sencillo como absurdo:

“En tres años y medio –le dijo Ebright a ‘Disinformation Chronicles’–, solo tres proyectos de investigación, de varias docenas, han sido enviados al comité para un análisis de riesgos y beneficios… Fauci y Collins se dieron cuenta de que si no informaban sobre qué proyectos debían ser fiscalizados y no los enviaban al ente supervisor, el sistema quedaba efectivamente anulado”. Todo esto se ve enormemente facilitado por el hecho de que el mencionado organismo creado por Trump (conocido por las siglas P3CO) es totalmente opaco: no se conoce la identidad de sus miembros ni el proceso que siguen para determinar la seguridad de los proyectos. Para colmo, sus decisiones finales son secretas.

BREVE HISTORIAL DE FUGAS

Un informe del medio periodístico norteamericano “Mother Jones” cuenta que la era moderna de filtraciones de patógenos de laboratorio comenzó en 1973, en Inglaterra, cuando una especialista se infectó con viruela y contagió a otras tres personas, de las cuales murieron dos. En 1977, una variante de la influenza salió de un laboratorio chino y viajó por el mundo entero. Como se trató de una versión suave, el evento no ocasionó demasiado revuelo.

En 1979 les tocaría el turno a los soviéticos. Una nube de ántrax escapó de un laboratorio secreto debido a un filtro de aire defectuoso y las esporas volaron al poblado de Sverdlovsk, matando a 66 personas. La veracidad del incidente pudo comprobarse recién en 1992, luego de la caída de la URSS.

Si bien las medidas de seguridad se han redoblado desde el siglo pasado, la enorme proliferación de laboratorios de (supuesta) alta seguridad ha hecho que la posibilidad de filtraciones sea más alta que nunca. Un estudio de “USA Today” reveló en 2015 que más de 100 laboratorios estadounidenses habían sufrido accidentes “escandalosos” en los últimos años. El ataque con ántrax descrito en párrafos anteriores –ocurrido en 2001– salió del Fort Detrick, un famoso laboratorio militar de Maryland, Estados Unidos. Mató a 5 personas y suscitó las políticas impulsadas por el infame Dick Cheney.

Solo podemos consignar aquí algunos casos aislados. El informe citado bajo este subtítulo habla de cientos, cada uno más escandaloso que el anterior. Lo señalado constituye solo la punta del iceberg de la negligencia científica y da cuenta de que no existe nada parecido a una fiscalización seria e independiente de la experimentación con patógenos letales. Pero algunos virus podrían ser algo más que el síntoma de un mal mucho más extendido entre la humanidad: la corrupción sistémica.

Fuente: HILDEBRANDT EN SUS TRECE N°555, del 27/07/2021  p21

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